cual es tu rollo?

Alba y yo estábamos destrás de nuestros stands. Congeladas en el frío que hace el Alfafar. Se acerca a saludar un chico... y cuando se va iniciamos una conversación ella yo...  “Sí, es que este chico es muy de mi rollo”. … Lo escuché y me quedé pensando en silencio: ¿Y yo? ¿De qué rollo soy yo ahora?

Hubo un tiempo en el que lo tenía clarísimo. Podía describirme con dos o tres etiquetas y sentir que encajaba: así era, así vivía, así me movía. Pero de un tiempo a esta parte, sobre todo al pasar los 40, noto que mi identidad es más líquida, más difícil de categorizar. Quizá porque he cambiado, quizá porque he evolucionado… o quizá porque ya no me apetece encajarme en ningún estante.


Dicen que a los 40 llega una especie de segunda adolescencia, una crisis silenciosa en la que te preguntas quién eres sin el disfraz de lo que fuiste. Revisas viejas versiones de ti mismo y descubres que algunas ya no te representan y otras aún no sabes si quieres recuperarlas. A veces incluso te sorprendes mirando tu vida desde fuera y pensando: “Esto es mío… ¿pero sigue siendo yo?”

A lo largo de mi vida, mi forma de vestir ha ido cambiando casi al mismo ritmo que yo misma.

En mis 20, mi estilo hablaba de energía, de juego y de libertad: me encantaban los pantalones de rayas de colores y las blusas fluidas que se movían conmigo. Eran prendas que reflejaban la espontaneidad y la curiosidad propia de esa etapa.



Hacia los 25, mis preferencias y mi círculo social también se transformaron, y con ellos mi armario. Pasé a los vaqueros y a las camisetas divertidas, un estilo más desenfadado pero igualmente expresivo, como si mi ropa siguiera siendo una forma de contar quién era sin complicaciones.

A los 30, llegó una etapa más conectada con lo natural y lo práctico. Adopté un look hippy de montaña: mallas o pantalones técnicos, botas resistentes, prendas cómodas que me acompañaban en interminables rutas de senderismo. Vestía para moverme, para explorar, para sentirme parte del entorno.



Después, mis aficiones evolucionaron de nuevo: cambié las caminatas por las carreras de montaña, y mi ropa se volvió aún más técnica. Y luego vino la maternidad. Con ella, y quizá con la necesidad de encajar en el trabajo y adaptarme al ritmo acelerado de todo, mi estilo se volvió más discreto. Mi armario se llenó de negro, como si la practicidad –y un cierto cansancio– hubieran ido apagando los colores.

A los 35, sentí una especie de crisis de identidad. Algo en mí pedía recuperar la vitalidad que siempre habían tenido mis prendas favoritas. Poco a poco, volví a los colores, como si fuesen un recordatorio de partes de mí que había dejado en pausa.

Y ahora, acercándome a los 40, mi estilo ha encontrado un nuevo equilibrio. He empezado a introducir tonos beige y colores suaves de verano, una paleta que armoniza con mi propia colorimetría... Pero ahí vamos... Cuando tengo prisa o me agobio... Cojo una chaqueta negra. Como si me escondiera. Como cuando voy al cole a por mis hijos.... 


Y entonces, cuando alguien habla de “su rollo”, te asalta esa duda punzante , casi existencial : ¿Cuál es el mío ahora? Quizá no tenga una etiqueta, quizá cambie cada año, o quizá esté en proceso de reinventarse sin prisa.

Al final, tal vez la única respuesta honesta sea que sigo buscándome, que no soy la misma que a los veinte ni la que seré dentro de diez. Y que, aunque confunda, también tiene algo de liberador no saber exactamente “de qué rollo soy”… porque eso significa que sigo creciendo.


Comentarios