capitulo 3: lo que cambiar de trabajo me enseñó.

Cuando el cambio se convierte en descubrimiento

Durante más de diecisiete años trabajé en una gran superficie de bricolaje, un espacio con unas quince personas donde cada una tenía su sección: herramientas, maderas, jardinería, tornillería… cada quien con su pequeño territorio. Pero aunque cada uno tenía su área, no había momento de aburrirse. El trabajo era constante: reponer productos, limpiar, atender clientes, cambiar etiquetas, reorganizar los pasillos centrales según la temporada, preparar los expositores… y lo mejor para mí era que todo cambiaba continuamente. Saltar de una tarea a otra me mantenía animada, motivada y enfocada; la variedad constante era mi combustible.

Cuando algo se me saturaba —por ejemplo, tareas demasiado fáciles o repetitivas— tenía la tranquilidad de que algún compañero lo acababa, o si no, quedaba pendiente sin presión hasta que pudiera retomarlo. Esa dinámica me ayudaba a mantener el ritmo sin frustrarme demasiado. Pero a pesar de esto, el ambiente general era pesado, había mucho mal rollo y roces constantes entre compañeros. Aunque los enfados me duraban poco, me daba vueltas a las situaciones durante días. Cada gesto, cada comentario, cada mirada se quedaba rondando en mi cabeza, alimentando un ruido interno que me costaba soltar.

Aun así, cada vez que me ofrecían un nuevo trabajo, no me sentía lo suficientemente preparada para aceptarlo. La idea de dejar atrás la rutina conocida y arriesgarme me daba miedo, aunque el mal ambiente del trabajo me afectara. Hasta que un día, con una mezcla de temor y decisión, dije que sí. Acepté un nuevo empleo y, al mismo tiempo, cambié de casa. Todo el mismo año. Fue un caos absoluto: cajas, mudanza, papeleo, incertidumbre. Pero, paradójicamente, dentro de ese caos, encontré paz. Avanzar hacia lo desconocido me hizo sentir que me acercaba a un lugar mejor.

En el nuevo trabajo solo somos dos compañeras, y ella es maravillosa: alegre, simpática, organizada, con una luz que lo ilumina todo. Me ayuda mucho que sea tan meticulosa, porque las pequeñas tareas del día a día que a mí me cuestan —ordenar, mantener listas ciertas cosas, atender detalles rutinarios— ella las hace sin esfuerzo. Por el contrario, yo me activo con lo complicado: clientes difíciles, problemas de última hora, retos inesperados… donde otros se bloquean, yo funciono. Formamos un buen tándem, complementándonos y aprendiendo la una de la otra.

Pero entonces empezaron las sospechas. Mi hijo comenzó a ser valorado por posibles signos de TDAH, y al escucharlo y observarlo, me vi reflejada en muchas cosas: la forma de organizarme, cómo me disperso con tareas monótonas, cómo me activo ante retos inesperados. La idea me removió, y al mismo tiempo me dio claridad. Mis dudas sobre mi propia manera de funcionar se reforzaron cuando mi compañera estuvo de baja durante dos meses y medio. De repente, estaba sola, sin su estructura y apoyo, enfrentándome a todo lo que antes ella manejaba de manera natural. En ese tiempo de caos y soledad me descubrí de nuevo, observando con atención cómo gestionaba los problemas, qué me motivaba y qué me bloqueaba.

No sé todavía cuál será el resultado de mis valoraciones, pero sí sé que ahora entiendo patrones que antes me costaba identificar. Comprendo por qué ciertos trabajos me mantenían alerta y motivada, y por qué otros me agotaban; por qué el mal rollo me afectaba más de lo que creía, y por qué algunas tareas sencillas se volvían imposibles sin estructura externa. Estoy aprendiendo a reconocer mis fortalezas y limitaciones, a observar cómo los entornos y los ritmos de trabajo me afectan, y a valorar qué me hace sentir viva y qué me drena.

Aceptar el cambio, arriesgarme y avanzar hacia lo desconocido me permitió encontrar calma en medio del caos y, al mismo tiempo, descubrir aspectos de mí misma que había pasado por alto. Este proceso me recuerda que crecer implica moverse, tomar decisiones y, sobre todo, aprender a conocerse para construir la versión de uno mismo que realmente desea ser. 


Comentarios